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Carta de una madre con ansiedad
Hoy, mi vida, te escribo para que sepas que soy imperfecta, y que ya no me importa. Mi ansiedad estuvo a punto de romper lo que más quiero en esta vida que eres tú. Perdóname, cariño, por todas las veces que te grité. Y no por tu mal comportamiento, sino por mi incapacidad para darme cuenta de que la que estaba mal era yo y no tú. No era capaz de reconocer en mi mal humor los síntomas de ansiedad que tenía.
Pero ahora lo sé. Ahora sé que querer llegar a todo y que todo sea “como debe ser” no es la mejor manera de hacer las cosas. Siempre he querido lo mejor para ti, por eso te corregía cada vez que no hacías algo bien. A veces, me parecía que tu mal comportamiento era falta de colaboración. Y yo me preguntaba cada día, “¿cómo no se da cuenta de que si quiero que obedezca es por su bien?”
“¡Lávate los dientes, que eres un guarro!”. “Recoge tu habitación que la tienes como un estercolero”. “Porque te lo mando yo ¡y punto!”. “No hagas eso”. “¡Pareces tonto!”
Me doy cuenta
Ahora me doy cuenta de que, de esa manera sólo podía sacar lo peor de ti. Pero una vocecilla por dentro me decía que las buenas madres tienen buenos hijos. Y cuando tú no te portabas bien, dudaba de mi capacidad para educarte. Hoy sé que te comportas como es normal para tu edad. Y sé que aprender implica repetir y repetir. Con cariño y construyendo, porque de la humillación sólo se aprende a odiar. A odiarme a mí. Pero lo peor es que también estabas aprendiendo a odiarte a ti.
¡Cuántas veces me habré preguntado qué estaba haciendo mal contigo! Pero no era sólo contigo. Todo lo que te exigía a ti ya me lo había exigido a mí misma multiplicado por cien. Si no llevabas los deberes hechos, qué pensaría tu profe de mí. Si se rompía algo, no habías puesto suficiente cuidado. Si estabas triste, pensaba que me castigabas por haberte regañado. Si te regañaba creía que no tenías derecho a enfadarte.
He cambiado mucho. Ahora sé que nadie nos juzga tan duramente como nosotros mismos. Que la ansiedad que sentía cada día es la respuesta de mi organismo ante el miedo. Que cada vez que subía las expectativas al infinito, el miedo a no lograrlo se disparaba. Y con el miedo, la ansiedad.
No quiero vivir con miedo
No tengo porqué vivir con miedo. El error, las dificultades, el aprendizaje forman parte de la vida. Esperar que no haya problemas no hará que desaparezcan, pero sí me hará sentir más incapaz e inútil por no haber encontrado “la solución”. Ahora he aprendido a gestionar mis miedos y puedo cambiar muchas cosas. Puedo dejar de educarte basándome en corregir lo que haces mal y empezar a valorar todo lo que haces bien. Puedo admitir tus enfados y tus miedos sin esperar que debas obedecer sin rechistar. Puedo dedicar más energía a agradecer la maravilla de tenerte a mi lado y menos a intentar hacerte “perfecto”. Puedo aceptarte de manera incondicional y poner límites a tu conducta sin arrasar tu autoestima.
Puedo agradecer que ahora lo sé y que nuestra vida ha empezado a cambiar, en lugar de castigarme por no haber pedido ayuda antes.
Ahora sé que la ansiedad que siento es inversamente proporcional al nivel de “imperfección” que me permito tener.
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