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Una de las quejas más frecuentes en la consulta es la dificultad para manejar la impulsividad. La impulsividad es una reacción brusca y automática, que aparece antes de que hayamos tenido tiempo de pasarla por el filtro del razonamiento lógico. Esta respuesta es la reacción a nuestro proceso de pensamiento. Es la consecuencia del modo en que hemos aprendido a interpretar el mundo y puede desencadenarse por un hecho externo o interno.
Nos vamos a centrar en las respuestas impulsivas agresivas o airadas, porque son las que generan consecuencias más negativas para todos los implicados.
El cerebro está continuamente interpretando lo que ocurre a su alrededor
Estamos en continua “cháchara” con nosotros mismos en lo que se denomina diálogo interno. Lo que ocurre es que, muchas veces, ese diálogo está tan automatizado que no nos damos cuenta de que está ocurriendo.
Ante cualquier situación, nuestra mente empieza a evaluar, a interpretar lo que está sucediendo para decidir qué hacer. Dependiendo del resultado de esa evaluación, del pensamiento, se dispara una emoción (ya sea de agrado, de desagrado o incluso de indiferencia). Y es entonces cuando reaccionamos y emitimos una conducta. Puede tratarse de una conducta externa (gritar, llorar, reír a carcajadas…), o interna (un sentimiento de tristeza que intentamos disimular).
Es cierto que en algunas ocasiones la conducta impulsiva se debe a una dificultad fisiológica que impide a la persona planificar, analizar y emitir la que considere como mejor respuesta. Estos casos se deben a una alteración del funcionamiento de determinadas áreas cerebrales.
La fuerza de la costumbre
Pero la mayoría de las veces, se trata de las consecuencias de comportamientos aprendidos y automatizados a lo largo de muchos años. Cuando una persona ha aprendido, por diferentes motivos, a interpretar que el mundo está en su contra, se siente atacada y sus reacciones automáticas irán orientadas a defenderse de ese mundo injusto.
Al convertirse en un hábito, ya no se para a interpretar si existen otras posibles explicaciones a lo que ha sucedido. Simplemente reacciona a lo que cree un ataque, defendiéndose. Si se parara a interpretar y analizar otras posibles explicaciones, tal vez se daría cuenta de que quien le grita desde el otro coche no le está recriminando porque no le cediera el paso, sino que le está advirtiendo de que lleva la puerta trasera mal cerrada.
La persona impulsiva tiende a interpretar los hechos asumiendo que la intencionalidad del otro, sus palabras, sus gestos, sus miradas, es ir en su contra; que intenta menospreciarle o ningunearle. En cualquier caso lo vive como una injusticia de la que se tiene que defender.
Aprender a reinterpretar la realidad
La reacción impulsiva se ha interiorizado como un mecanismo de defensa ante la percepción de un mundo hostil. Puede que haya ocasiones en que los demás nos ataquen, pero “ni son todas ni es siempre”. El impulsivo pasa mucho tiempo “leyendo el pensamiento” de las personas con las que se relaciona. La suya no es una reacción a hechos probados, sino a interpretaciones basadas en el aprendizaje de hechos pasados. Y lo que ayer fue verdad hoy no tiene por qué seguir siéndolo.
Hay que reinterpretar las situaciones preguntándonos qué otra explicación puede haber para lo sucedido. Nadie es tan importante ni tan molesto como para que todos quieran fastidiarle continuamente. El objetivo es buscar explicaciones que generen en la persona emociones positivas o neutras.
Puesto que lo que hace la persona impulsiva es un ejercicio de adivinación, por qué no elegir explicaciones a lo que ocurre a su alrededor que no le afecten directamente ni le hagan sentir mal. Por ejemplo, si mi jefe me grita puede que no sea porque me tenga manía o me odie o piense que soy un inútil. Puede deberse a que es un maleducado y no sabe expresarse de otra forma, a que tiene muchos problemas en casa o a que ha dejado de fumar y no se aguanta ni él.
Te preguntarás, ¿y eso hace que tenga que soportar que me grite? La respuesta es no. Pero si ya no interpretas su conducta como un ataque directo contra ti, ya no reaccionas de manera automática, impulsiva, para defenderte del ataque. Tienes tiempo de pararte a pensar cómo quieres resolver la situación, planificar cómo y cuándo le vas a decir que te molesta que te grite teniendo en mente que es algo que depende de él y no de ti. Tú puedes elegir que sus gritos te afecten o no. No puedes elegir que deje gritarte. Eso depende de él. Y lo que es seguro es que ponerte a su altura en un acto heroico por defender tu honor, no va a hacer que deje de gritarte. Lo más probable es que sólo consigas que se deteriore aún más la relación.
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